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El brujo y su volcán. Home is where heart is


El 18 de enero de 2017 la noche se paró de súbito entre los estados de Colima y Jalisco: se hizo de día, llovieron fuego y cenizas. Cuando de madrugada el Volcán de Fuego explotó, el Brujo cerró las ventanas de su casa de la comunidad de la Yerbabuena a 6 kilómetros del cráter y durmió. La Unidad Estatal de Protección Civil utiliza un semáforo de alerta volcánica en que se explica el protocolo según la intensidad de la explosión. Aquel día fue rojo: «Si la indicación para evacuar corresponde a su ubicación, ¡hágalo! No regrese a la zona evacuada a menos que las autoridades lo indiquen».

Pero el Brujo se negó. Otra vez.

Ahí, donde los expertos dicen que la supervivencia no está garantizada. Donde la mayoría de los habitantes han dejado su hogar y a donde no quieren volver. En un lugar en que animales y flora viven en riesgo, expuestos al antojo de la naturaleza. Justo ahí, en la Yerbabuena, a pocos metros del volcán más activo de México, es donde el Brujo encontró un lugar desde donde escupir a la muerte y comerse la vida con las manos.

                                                   ***

Hoy el calor aprieta tanto aquí que busco sombra incluso sin proponérmelo. Colima es la capital del estado de Colima, en la costa del Pacífico. Tiene su catedral consagrada a la Virgen de Guadalupe, zócalo, quiosco, zonas con calles empedradas, jardines con palmeras de coco y de plátano y un volcán de 4.000 metros en su skyline. Además, no es una ciudad ni tranquila ni ajetreada. Pero, como en gran parte de la República, tiene sus problemas de polución y de seguridad. Un colimense cuenta que anteayer mismo se escuchó una balacera «desde el mero Zócalo».

Aunque había planeado pasar el día en las playas de Manzanillo, mi sentido de la temeridad mezclado con algo de curiosidad me obliga a ir en contra de lo establecido y subir hasta el cráter del volcán.

Desde el coche, al salir de la ciudad desde el nudo sur, veo la estatua del Rey Colimán. Él fue quien se encargó de liderar el ataque que derrocó a los españoles infectados de conquistitis aguda que llegaron a estas tierras. Sin embargo, los derrotados se reagruparon y a la segunda sembraron el terror. El Rey, sabiendo que no podría derrotarlos de nuevo, se dirigió con su comitiva hacia el volcán. Una vez en la cima, todos se tiraron por el cráter. Dicen que sus últimas palabras fueron «aunque pasen los años, desde el interior de fuego del volcán me vengaré de esto».

Desde entonces, cada vez que el volcán ve cómo dañan a sus habitantes, se enfada y escupe fuego.

                                                  ***

—En La Yerbabuena hay uno medio raro que le dicen el Brujo y que habla con el volcán. Para mí que no está muy bien de sus facultades.

Me dice en su despacho Melchor Urzúa, director de Protección Civil de Colima desde hace más de 30 años. Bebe café en una taza de la Cruz Roja y en la pared hay una foto gigante de dos bomberos frente a un gran incendio. Dice que el Volcán de Fuego tiene una erupción cada 100 años más o menos. La penúltima fue en 1818, la última en 1913.

—Y ahorita presenta mucha actividad. Conforme el pasado está a puntito de llegar, pero el volcán no tiene palabra de honor. Lo que es segurito es que hay riesgo.

Según estudios de la Universidad de Colima, la explosión que se espera arrasaría las comunidades de alrededor. Las cenizas llegarían hasta la ciudad de Colima o Ciudad Guzmán a más de 50 kilómetros de distancia del cráter. Melchor dice que tiene documentos firmados por los vecinos de la Yerbabuena en que ello se responsabilizan de sus vidas al quedarse allí. Que sí que si les pasara algo Protección Civil no se hará responsable. Y que él quiere protegerles.

—No les queremos quitar sus tierras, pero el volcán sí.

                                               ***

Una señal oxidada me avisa que ya estoy en La Yerbabuena. Nadie se cobija del sol a la sombra del kiosko de escaleras de colores. Hay solo un puñado de casas, todas con puertas de madera y techo de metal sujetado por piedras. Una pintada en un muro que dice aquí el Gobierno manda y el Pueblo obedece. Ni una tienda, ni una escuela. Se abre la puerta de una de las casas y una mujer que me pide que entre. Al atravesar la entrada me cruzo la mirada con la de un hombre sentado en una mecedora.

—Adelante. Te esperaba.

—¿Cómo sabías que vendría?

—Aquí la energía es muy alta.

Habla el Brujo, pelo canoso, bigote cuidado y camisa desremetida. Acaba de terminar de comer con su familia. Vive aquí con su esposa, su hija —quien me trajo hasta aquí— y dos hijos.

—Somos campesinos. Vivimos con las plantas y árboles, jabalíes y corzos. Y con el volcán.

El brujo, en realidad, se llama Antonio Alonso, y llegó a la Yerbabuena hace más de 40 años. Dice que no le molesta que le llamen así o como quieran, pues él solo es un mediador de la energía universal. Durante todo ese tiempo convivió con las explosiones del volcán y nunca tuvo problema. Todo comenzó en el 2002 cuando vinieron de Protección Civil a darles unas charlas sobre seguridad y prevención y propusieron realojarles.

—Desde entonces me han intentado echar de aquí unas 15 veces. —Dice mientras se levanta de la mecedora.

—Ven, saludemos al volcán.

De camino me explica que el único problema aquí es la reubicación. Él y su familia se negaron, y pusieron un amparo al Gobierno estatal. Lo ganaron y por eso nadie puede echarles de La Yerbabuena, si acaso pueden intentar convencerles de evacuación en caso de episodio volcánico. Una vez asegurada su estancia, Antonio dice que su propósito es proteger el lugar del peligro.

—Y ese no es el volcán.

Nos detenemos en lo alto de un montículo de tierra. Desde aquí el cráter preside el horizonte. Es un coloso de casi 4.000 metros que envuelve un horno a 1.200 grados. En ese momento imagino como sería una explosión, una cada 100 años. Silbidos, fumarola hasta el cosmos, olor a azufre, ruido de bombardeo, proyectiles que van desde el cráter hasta que rebotan contra el cielo y se estrellan contra la tierra, de repente el paisaje es un cenicero con ríos de fuego. Destrucción. ¿Por qué tuve que venir hasta aquí cuando podría estar bañándome en las playas de Manzanillo? Aparto la mirada de mi apocalípsis mental y la dirijo hacia Antonio. Él tiene la suya puesta en el volcán. Ni un movimiento en su cuerpo. Ni siquiera un pestañeo. Tampoco una palabra. Su cuerpo está aquí, su mente no. Solo escucho su respiración mientras siento mi garganta ajada y cómo el aire se espesa.

—¿Qué significa el volcán para ti? —Rompo el silencio y le pregunto.

—Es una bendición. ¿Acaso no sientes la energía que avienta?

                                                   ***

Ya en su casa, Antonio explica que a lo único que teme es al destrozo de La Yerbabuena. Pero que esto no ocurrirá por el volcán, sino por el ser humano. Dice que en las inmediaciones se quiere construir un complejo turístico y que por eso los desalojos. A un par de kilómetros carretera abajo ya hay un hotel de lujo, el Hacendado de San Antonio que ofrece habitaciones «con las mejores vistas al volcán». Si el mundo está formado por miradas, para definir el peligro, Antonio dirige la suya más hacia las personas que a las leyes de la Tierra. Más al paisaje antrópico que a la naturaleza. Por eso piensa que ahí abajo en las ciudades sí que hay riesgo con toda esa polución y balaceras, y no aquí con el volcán, que jamás les hará nada.

—Es solo un porito de la Madre Tierra.

—¿Y si te desalojaran, a dónde te gustaría ir?

—Jamás marcharé de aquí.

—Pero, ¿y si ocurriese? —Insisto.

—Que antes el volcán acabe conmigo.